miércoles, 14 de marzo de 2018

¿Quieres compañía?


Mario Peccinetti


El viernes por la tarde esperaba a mi hijo mayor frente al restaurante donde actualmente trabaja. El plan era ponernos al día de los acontecimientos de las últimas semanas antes de que entrara en el turno de noche. Llegué con bastante antelación y justo enfrente del restaurante un hombre de unos sesenta años, mediana estatura y bien vestido, se acercó a mí y me preguntó: ¿Quieres compañía?.

Sus gestos y postura corporal mostraban un claro desamparo. Era evidente que estaba proyectando en mí su necesidad de compañía aunque por supuesto él no era consciente de ello. Me atrevo a decir que hasta mi hija de ocho años hubiera captado que aquel hombre no estaba bien. Fragilidad sería la palabra exacta para describir su estado.

Aún siendo evidente dicha fragilidad, dudé unos instantes pero al final le dije que sí y nos sentamos en el banco que quedaba más cerca del restaurante.

Javier, como se llama, empezó a hablarme inconexamente mirándome a los ojos. Aquellas frases que pronunciaba torpemente, o que mejor dicho balbuceaba, me recordaron a las que, cuando somos pequeños, le decimos a nuestra madre para captar su atención. Me dijo que me quería. Me dijo que me iba a hacer un regalo. ¿Cuál? le pregunté, lo que tú quieras, contestó con una sonrisa bobalicona que borró de nuevo la duda sobre si aquel hombre quería aprovecharse de mí de algún modo.

Entonces Javier me cogió una mano y yo empecé a sentirme incómoda en aquella situación que me exigía empatía, pero también mucha madurez. Las dudas sobre sus intenciones volvieron. Vinieron a mi mente aquellas palabras de mi familia: No puedes ser tan ingenua. Es cierto que en aquella ocasión resultó que tenían razón. Ocho euros le di a un chaval tras tragarme una historia que no había por donde coger.

Si les miras, ya te comprometen y luego es más difícil decir que no a lo que te vayan a pedir (que casi siempre es dinero) recordaba que me habían dicho.

Es verdad, aunque también me digo: Si no los miro ¿En qué me convierto? ¿En qué los convierto a ellos?.

Tiene que existir una vía intermedia para poder pasear por una ciudad en los tiempos que corren. Me refiero para mí, para mi forma de ser. La armadura puede ser muy práctica porque conectar con el desamparo de los demás me conecta con mi propia fragilidad y es humano y lógico que necesite protegerme. Ahora bien, me pregunto de qué otras cosas dicha armadura me aísla. 

Volviendo a la historia con Javier, al final la duda y la incomodidad que me provocaba que tuviera mi mano cogida se impuso. Le dije que mi hijo iba a llegar y que le iba a parecer raro verme con un hombre desconocido cogida de la mano. Era una excusa que en parte era verdad, pero que en ningún caso era la razón real y profunda. Javier pareció comprenderlo y al cabo de unos minutos, con aquella mirada de niño obediente, me dijo: Bueno, me voy. Y se fue.

No estaba en absoluto satisfecha conmigo misma por no haberme permitido vivir esa experiencia con más naturalidad. Habían confluido demasiados condicionantes mentales. Los del porque no, y los del porque sí. Mi intuición y mi corazón no se habían hecho presentes. Esto lo tenía claro.

Así que me propuse permitirme ser más libre en la siguiente ocasión.

Sólo tres días después de la vivencia con Javier se dio una nueva circunstancia para la práctica. Alguien me alargaba su mano en el pasillo de una librería. Esta vez era una mujer de unos 90 años en una silla de ruedas que dos mujeres empujaban. Me alargó su mano y no me quedó claro si era para señalarme algo o para que se la cogiera. Y por segunda vez en una semana, en lugar de centrarme en la persona que se estaba dirigiendo a mí, es decir, aquella mujer, volví a cometer el mismo error que con Javier: Obviar lo importante (Ella y yo), y centrarme en lo secundario (los demás).

Así que mi atención se dirigió a los gestos que me hacían las dos personas que acompañaban a la mujer. No viene al caso la interpretación que hice pues muy posiblemente proyecté en ellas mis propias neurosis. Lo importante es que tuve la excusa para no actuar como creo que la situación y la naturalidad de mi persona me pedía. Simplemente estar presente para aquella mujer que me alargaba la mano.

Sin duda, y por desgracia, tendré montones de ocasiones para seguir avanzando hacia una mayor coherencia ante circunstancias como estas.

También sin duda, pero por suerte, existen en el mundo Javieres que nos hacen regalos como estos.





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