El muchacho que limpia la escalera de mi edificio
es peruano. De Cajamarca. Siempre me saluda y me sonríe. A veces tiene que
esperar a que vengan a abrirle la puerta del trastero donde guarda los
utensilios. Entonces, se sienta a leer un libro en el segundo peldaño de la escalera. También, en ocasiones, lo he descubierto leyendo el diario del que es suscriptor alguno
de mis vecinos.
El muchacho que limpia la escalera de mi edificio
no lo sabe, pero yo también lo hago. Compartimos ese secreto (¿o debería decir
pecado?): Leemos un periódico que no hemos pagado.
Cuando cometo este pequeño delito estoy en
tensión. Una parte de mí lee y absorbe los titulares con avidez mientras la
otra está atenta a que no venga nadie. Algo parecido a lo que hacen los perros cuando les pones su comida y notan que alguien merodea cerca. En mi caso, ahora que lo pienso, es del
todo innecesario porque en cuanto escucho a alguien o le veo por el rabillo del
ojo, ya no tengo tiempo de dejar el diario en el suelo. Lo único que puedo
hacer es disimular. Disimular mientras mi cuerpo arde por dentro. No sé si al muchacho le pasa lo mismo porque cuando lo he pillado infraganti, simplemente ha
levantado la cabeza y con su naturalidad habitual me ha saludado y sonreído.
Escribo hoy para desentrañar definitivamente la
causa de ese fuego interior ¿Será el mensajero de mi conciencia o, mejor dicho,
el de mi vieja amiga que, manipulada por una deformada idea de Dios y el
infierno, viene a visitarme?
Sí, hablo de la culpa.
Acudo hoy al pensamiento crítico, a la sensatez y
a mi ética personal. Y la pregunta es:
¿A quién le hago daño leyendo el diario en cuestión?
A nadie.
El propietario del diario ¿Podrá leerlo cuando baje a recogerlo? Sin duda.
Entonces, vieja amiga, en esta ocasión te mando de
regreso, con cariño, a tu lugar. No te ofendas, existes en mi conciencia con
una función específica, que respeto y valoro. Pero no en todas las ocasiones vas
a ser bienvenida. Y ésta, es una de ellas.